Negar que los grupos privilegiados poseen su propia dinámica para la protección de sus intereses: la acumulación irrestricta, la implementación de las condiciones que posibilitan esta, la estructuración de una legalidad que los cobija y, finalmente, de una ideología que los identifica como los más aptos y productivos, socialmente hablando, es negar las garras del león o confundirlas con la mansedumbre de la oveja. Negar este tipo de hechos a la altura de la historia en que nos hallamos, sería tanto como dejar sin explicación el nexo entre el Imperio romano y la revolución antiesclavista de Espartaco, la exacerbación de los privilegios aristocráticos de la monarquía francesa pre-revolucionaria y sus funestas consecuencias, la soberbia zarista y el movimiento revolucionario bolchevique, y finalmente, la lucha silenciosa de ese padre de familia que cada día intenta estirar desesperadamente su salario, reducido por la legislación dominante a un simple “coste de mano de obra.” La dialéctica entre los de abajo y los de arriba sigue su curso, y solo los cegados por sus intereses o por una conciencia equivoca de la realidad, pueden padecer de indiferencia ante tales hechos consumados. La frigidez no es solo una patología sexual, lo es también en las relaciones sociales. La naturaleza como un conjunto de condiciones inviolables y sagradas es parte de ese sentimiento y consentimiento, que conduce al hombre a la ley de la selva, al orden anti-ético, donde el más grande se come al más pequeño y donde el más fuerte se justifica mirándose en el espejo de la naturaleza inmisericorde.